PEREGRINO HACIA EL INTERIOR

Fray Juan de la Cruz recorrió en su vida más de 27.000 kilómetros. Lo hizo andando, generalmente acompañado de otro fraile y una mula, sin embargo, estos largos itinerarios a los que dedicó gran parte de su esfuerzo, no era lo que atraía su atención: él miraba más hacia adentro que hacia afuera. Un ejemplo claro lo tenemos en el suceso que narra Efrén en “Tiempo y vida…”, pág. 683:

Pasando en cierta ocasión cerca de El Viso, en donde el marqués de Sta. Cruz construía un vistoso palacio (…) «unas personas que allí se hallaron e iban a verlo gustaron viera el varón del Señor las obras y otras grandezas que allí había de ver. El respondió a su compañero: “los descalzos no hemos de andar para ver, sino para no ver”»

Su preocupación consistía, en efecto, en cómo desligarse, en cómo no apegarse a cualquier cosa, incluso del pensamiento. Y, sin embargo, nada le era ajeno… Si pretendiéramos algún tipo de comparación, con la sincera voluntad de solo comprender mejor, Juan de la Cruz andaba por obligación y daba gracias a Dios doblemente: por poder hacerlo y por poder cumplirlo, porque, no lo olvidemos, en aquellos años, salir a recorrer caminos por tierras desconocidas era una aventura en la que, a veces, la persona se jugaba la vida:

“La sociedad de aquel tiempo era inmóvil. En su inmensa mayoría, las personas casi todas morían en el lugar de su nacimiento, y sus desplazamientos no solían pasar de las cercanías de la aldea o de la ciudad. En primer lugar, porque entonces “el viaje por el mero placer de viajar no se concebía”, y también porque el ponerse en viaje (cuando este era de alguna consideración) equivalía a ponerse en peligro y a lanzarse a una aventura con resultados imprevisibles.

Los caminos existentes se encontraban (cuando se encontraban) en condiciones no muy alentadoras. El mantenimiento dependía de los municipios respectivos, difíciles de controlar. En las Cortes castellanas no hacían más que quejarse contra la desidia municipal en atender este sector. La normativa legal es tan reiterante, que sólo ello basta para probar su incumplimiento. Hay caminos -y no sólo vecinales, de localidad a localidad cercanas- que hasta llegan a desaparecer, arañados por los arados de los labradores.

Juan de la Cruz se movió, y mucho por tierras vacías de caminos presentables y llenas de vericuetos, por atajos. Es decir, estuvo expuesto a todas las molestias de los caminantes corrientes de sus días. Obligado a caminar por trayectos cortos o medios, experimentó en alguna circunstancia las consecuencias del extravío. En otros, en los caminos largos, sufrió los inconvenientes de aquellas vías desiguales, barrizales en invierno, polvaredas en verano, con sistemas montañosos de por medio y con ríos sin puentes y en crecida que vadear”.

(Extracto del artículo Caminos y viajeros en el siglo XVI, de Fray Teófanes Egido. Vida, palabra, ambiente de SAN JUAN DE LA CRUZ, Editorial de Espiritualidad, 1990)

Dicho esto, quizá sea más fácil comprender que el Camino de San Juan de la Cruz, es un camino hacia el interior, todo lo de fuera es una llamada hacia adentro, todo encuentro interior impele a mejorar las condiciones de vida exteriores, por amor a los hermanos, por amor a la Obra de Dios. Y quizá esta visión sea una visión eternal, que también “desde allí”, en la comunión de los santos, se procure todo bien exterior ya que, como tal, responde sin duda a aquel encuentro interior. Y recíprocamente se encuentran lo uno y lo otro y se construyen. Cuando dicen que la Creación está inacabada, algo de cierto tiene, aunque solo parcialmente y desde un punto de vista externo, pues en el interior, en lo esencial, la Obra de Dios es perfecta, acabada y omnisciente.

En este camino hacia el interior, hay una evidencia objetiva: los caminos físicos ya están. ¡También los encontró Fr. Juan! Vaya pues la más alta de las consideraciones para todas las personas y entidades que los mantienen, los cuidan y los disponen como itinerario para todos, “chicos y grandes” ¿Qué andaríamos si no fuera por ellos?